Intercambio de miradas

|

Y allí estaba yo, mirándolo fijamente. Su mirada perdida inspiraba confianza y tranquilidad, a la vez que nostalgia. Sabía que (él)  los echaba de menos, a todos: sus pocos amigos, su familia, su casa, su perro… hasta a su mujer, a la que no hablaba desde hacía varios meses. Sin embargo, algo cambió en el ambiente. De repente, todo se volvió un poco más colorido, así como rojizo. Tanto él como yo sabíamos que era el color del mal. ¿Y por qué lo sabíamos? Bueno, digamos que (él) no había sido un santo, precisamente. Las prostitutas, las drogas y la música blasfema habían hecho que su vida fuera “feliz”, pero vacía y llena de horrores. Así que sus ojos se tornaron un poco y me miró. A pesar de la cantidad de gente que había en aquella sala, eligió posar su mirada sobre mi <persona>. Entonces supe que teníamos más en común de lo que yo pensaba, y que, a pesar de haberlo odiado tanto durante toda mi vida, en aquel momento me inspiró más confianza que nunca. Y ahí seguía, mirándome. Sin mover ni un puto dedo, pero no hacía falta. Su cara de indiferencia me hizo pensar una vez más en que debería haberlo cuidado un poco más, haber estado un poco más cercano a (él)…pero ya era tarde.
Entonces entró un hombre con traje negro en la sala. Simplemente cerró la caja de pino en la que se encontraba y su padre, junto a otros tres amigos, se dispusieron a llevarlo al coche fúnebre. Yo no me moví de mi sitio, mientras observaba la lúgubre situación. El ambiente rojizo se puso cada vez más cargado y cálido. Unas escaleras descendentes aparecieron ante mí, dirigidas hacia un túnel oscuro. Supe que debía seguirlas, pues el infierno me (nos) esperaba. Su madre, aún sobrecogida y llorando como una madalena, echó una mirada atrás y, a pesar de que no podía verme (ya), me miró una última décima de segundo; antes de que yo desapareciera para siempre entre ángeles caídos, por aquellas escaleras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Twittear