No me pidas que escriba cuando estoy feliz.

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-          “- Sabes que lo nuestro nunca funcionaría
-         -  Espérate. Déjame que lo intente.
-          - (Te suplico que intentes arreglar lo de la otra noche)
-          - Sabes, Carol… cuando estás cerca me siento mejor. Créeme; ahora mismo puede que yo sea la única persona que sepa apreciarte de verdad. Cuando estoy en el restaurante siempre pienso, mientras te veo atender a los demás clientes: “Cómo es que no se dan cuenta de que acaban de conocer a la persona más maravillosa del mundo”. Y yo lo sé.
Entonces, los dos se fundieron en el beso más ardiente y apasionado que jamás pudieron imaginar. Aún más intenso que todos aquellos que Carol había visto en los finales de aquellas películas de Woody Allen, que tanto le gustaban. Y ahí seguían, besándose, como si no hubiera mañana. Ella en camisón, él en bata, y los dos en carne viva. El olor de los bollos recién hechos de la panadería de la esquina les hizo recordar que aún seguían en la calle. Así, los dos salieron de su burbuja para verse envueltos en un laberinto de sábanas de seda. Una noche magnífica, con un sinfín de caricias por delante.
Melvin, cada día más enamorado, suplicaba (a ese Dios al que no había rezado nunca) que el tiempo no pasara para los dos”.
Y así es como me siento yo ahora.
Es curioso cómo nuestro cerebro nos cierra el grifo cuando estamos felices. No salen las palabras, ni la lógica. Ningún tipo de raciocinio o acción que nos saque de este aura que nos embauca y nos atrae cual droga sintética. Así, damos rienda suelta a nuestros instintos más primitivos, como dejándonos llevar por la corriente de un río que, a escasos metros de su yacimiento, fluye tranquila.
Mañana, despertaré en Sol Mayor y me diré a mí mismo: “Eres la persona más afortunada del mundo. Y, por ser tú, te voy a conceder el honor de estar feliz durante todo el día”. 
Más vale que no me acostumbre, aunque espero que dure mucho tiempo.

Canción a un triste tigre (Original)

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